jueves, 16 de enero de 2014

“The Clitoris”

Hay una conciencia de género que nunca puedo abandonar. Soy mujer y dudo que en otras vidas haya sido hombre alguna vez.


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Siento el peso ancestral de la lucha por la igualdad, y me conmueve pensar que hace algunas décadas la vida para nuestras congéneres era tan dura y frustrante. Imagino a Madame Bovary enfrascada en sus novelas rosas, silenciosa, resignada, aburrida, casada con un hombre cualquiera, el primero que se lo pidió, el primero que su padre aprobó. El mundo estaba lleno de señoras Bovary. Hace poquito nomás, el mundo apestaba a mujeres insatisfechas. En lo profesional. En lo afectivo. Y, cómo no, en lo sexual.
La cosa era así: el placer se reservaba cuidadosamente a los caballeros. El juego, el desenfreno, el sexo salvaje eran asunto masculino. Ella se acostaba boca arriba y él se subía encima, levantándole el camisón hasta la cintura, yendo directo al grano, a la penetración cruda, rapidito (por suerte). Ella, que cumplía con su labor de esposa tal como le enseñaron, puede que ni imaginara que en esa tarea tediosa hubiese un pedazo de la torta guardado para su deleite. Lo que sí tenía claro era esto: un compañero sexual para toda la vida. Con suerte, dos. Y con una suerte colosal, un amante que entendiera algo de placer femenino.
El sexo casual es patrimonio de todos. Las mujeres queremos pasarlo bien. Y, lo mejor, los hombres quieren que lo pasemos bien.
En la lista de los grandes misóginos que contribuyeron a menospreciar nuestra real vocación por el placer, figura a la cabeza Sigmund Freud, el célebre psicoanalista austriaco que, a comienzos del siglo XX, escribió que las niñas poseen una zona erógena –el clítoris–, una especie de “pene rudimentario” que, según él, carecía de mayor importancia, puesto que el paso a la madurez de las mujeres requería inevitablemente de la transferencia de esa zona erógena a la vagina. Así, el padre del psicoanálisis explicaba el orgasmo femenino como resultado exclusivo de la penetración masculina. Es decir, sin pene no hay orgasmo. Una ternura. Imagino a los maridos de la época saltándose deliberadamente todas esas terminaciones nerviosas ricas en espasmos, para llegar directo al agujerito. Un despropósito.
Por suerte, el estudio que décadas más tarde publicó Alfred Kinsey logró reivindicar definitivamente a nuestro amigo el clítoris, sindicándolo como el único y total responsable de nuestro placer, con lo cual las cosas comenzaron a cambiar. Las puertas de un jardín de rosas color rojo furioso se abrían ante nuestros ojos. Kinsey y luego la píldora anticonceptiva nos liberaron. Madame Bovary se soltó el pelo y salió a cazar.
Y así llegamos a los tiempos del porno, Internet, el Viagra y Madonna. La virginidad pierde vigencia. El sexo casual es patrimonio de todos. Las mujeres queremos pasarlo bien. Y, lo mejor, los hombres quieren que lo pasemos bien. Y se interesan por nuestro placer. Y la gran mayoría sabe dónde está el clítoris. Aunque, si quieren que sea honesta, pocos tienen la técnica justa. Hay que encontrar las notas perfectas, tocarlo como a un instrumento musical, con la intensidad precisa, sin brusquedad, sin demasiada delicadeza, variando en los ritmos y buscando el mejor sonido, porque el clítoris es temperamental. Lunático. A veces está sensible y responde como un erizo ante una gota de limón. Otras, necesita dedicación y perseverancia. Incluso hay días –o noches o tardes– en que reacciona mejor frente a estímulos en determinadas zonas, como un extremo o el centro.
El clítoris es todo un personaje. Lo que más me gusta –y lo digo cada vez que puedo– es que fue hecho exclusivamente para darnos placer. No interviene en la reproducción ni en el ciclo menstrual, sino sólo en el orgasmo. Por algo su nombre en latín significa “llave”. La encontramos tarde, la llave del placer, pero más vale tarde que nunca.

por Carolina Pulido

Fuente: molecula.cl

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