Nos creemos evolucionados, modernos,
distintos a nuestros padres. Pero basta que algún dato inexorable nos
confirme que nuestro eterno “bebé” no sólo dejó de serlo sino que inició
su vida sexual para que todo se conmocione.
Adriana Arias, psicóloga y sexóloga, invita a reflexionar sobre el tema asumiendo limitaciones y desafiando prejuicios.
A lo largo del proceso de crianza de
nuestros hijos nos hemos encontrado muchísimas veces con enormes
contradicciones a la hora de dirigir nuestras decisiones y sentar
nuestras posiciones. Hay miles de ejemplos: acostarlo boca arriba o boca
abajo, teta o mamadera, colegio público o privado y miles de etcéteras
que acompañaron y acompañarán nuestra dinámica como padres. Pero hay un
tema que, sin duda, nos interpela como ningún otro a la hora de
transitar nuestras preocupaciones y ocupaciones como padres, y es el
exacto e inexorable instante en que se hace realidad el más temido de
los fantasmas: nuestro hijo o hija tiene sexo.
Es cierto que siempre supimos que son
seres sexuados y que además en algún momento se harían adultos y harían
uso de su sexualidad. Sin embargo, el encuentro con la escena
confirmatoria nos golpea como si estuviéramos absolutamente distraídos
al respecto. Como si nos hubiéramos olvidado que el nene o la nena están
creciendo, que ya no son nuestros bebés, y que hace rato que nos dan
signos inequívocos sobre la nueva “etapa”: la evidente búsqueda de
intimidad, lo difícil que se hace que se integre al núcleo familiar, las
horas eternas que pasa frente a la computadora, las charlas con amigos
encerrados en el cuarto, el gustito que le encontró a las salidas
nocturnas, y más.
Y es ahí cuando se instala uno de los más
profundos dilemas en nuestra función materna y paterna. Una voz, sólida
y responsable, nos dice que debemos estar atentas, controlar los
programas que ve por televisión, no permitirle estar frente a la
computadora más de dos horas por día, revisar todos los programas
ligados a sexo que nuestro niño o niña haya bajado en su compu, echarle
un vistazo a los chateos para ver de qué habla con sus amigos de siempre
o si tiene alguno nuevo con el que charla de esos temas y que nos
oculta su existencia.
Debemos también sonsacarle todo lo que
podamos en conversaciones triviales y si es posible conseguir alguna
información de su grupo.
Una vez obtenidos todos los datos,
enfrentarlo con ellos y conminarlo a que borre todo lo referido al tema
de su computadora. De inmediato le comunicaremos que no sale más con tal
o cual amigo o amiga, que no puede volver a casa después de las doce, y
que si quiere saber alguna cosa de ese tipo nos debe preguntar a
nosotros, su mamá y su papá. Haremos todo eso y más y, si no resulta,
irá de visita al psicólogo o a la psicopedagoga.
En definitiva, haremos todo lo preciso para “denunciar el delito”, y castigarlo.
Al momento siguiente, otra voz. Esta, más
suave y cadenciosa, nos dice que nos ubiquemos. Nos recuerda que son
otras épocas, que esta es la forma en que las nuevas generaciones se
informan, estudian, se comunican con sus pares, juegan.
Que no podemos ir en contra de la evolución como hacían nuestros padres.
Que debemos respetar los derechos de
nuestros hijos a la intimidad, que nuestro compromiso es acompañar su
libertad. Que la sexualidad no debe ser un tema tabú y que es necesario
que la investigue y forme parte esencial de sus intereses.
Aún hoy la educación sexual es una
categoría compleja y constreñida por la cultura. Vivimos en una sociedad
que habilita el acceso a lo sexual en todas sus formas, nos rodea y nos
aprieta, nos confunde. Y al mismo tiempo no estamos preparados para
integrarla a nuestras vidas en su real dimensión.
Por eso nos cuesta tanto, por eso enfrentamos el tema dilemáticamente.
Mientras no aceptemos la sexualidad como
un hecho maravilloso que nos acontece y no la hagamos parte de nuestra
vida y de nuestros valores, nos será muy difícil encontrarnos en
condiciones de acompañar el proceso de nuestros hijos.
Porque es un proceso vital, porque es necesario y hace a su futuro como sujetos, porque construye identidad, porque es merecida.
Quizás sea la crisis más aprovechable en
el vínculo paterno o materno-filial, quizás sea una buena idea aprender y
reaprender la sexualidad juntos.
Fuente: entremujeres.com
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