Si tu piel es vocal, de mis manos brotan consonantes
Aquella noche de cielo negro y
estrellas brillantes, sólo se escuchaba el sonido del tacón pisando
fuerte sobre el frío mármol, acercándose cautelosamente a la barra, para
pedir, como era costumbre los viernes, una copa de vino blanco de la
cosecha del 96.
Los viernes se hicieron para esperar con
impaciencia los fines de semana, esos que pasan tan fugaces que en
cuanto te pasas con las botellas, hacen que la resaca de los domingos se
prolongue hasta el mediodía del lunes. Y es que es muy placentero
reunirte con algunos amigos después de todo para comprobar que ni todo
el mundo es tan feliz, ni el amor está en todos lados, que el sexo se
busca como medio de no sentirse tan solo y que el trabajo en ocasiones
no recompensa las horas que se echan. Ahora se habla sobre todo de
mascotas (son los nuevos hijos predilectos) y de las redes sociales y de
las indirectas que se ponen unos sobre otros, de los que pasan (como es
mi caso) de los que se enzarzan en guerras frías que terminan por
derretir las neuronas de los más cansinos tertulianos y de los que se
gritan a los cuatro vientos lo enamorados que están, aunque en los
caracteres que permite dicha aplicación, no entren los cuernos que les
ponen. Es como si fuera el mundo al revés, solo que con un toque
diferente. Yo ahora tengo por costumbre despertar por las mañanas al son
de las noticias que escriben unos, las que se inventan otros y las
palabrerías que se venden por kilos de pesadez de unos cuantos. Esas son
las nuevas vías de comunicación y la nueva forma que tiene el ser
humano de sorprenderse y de darse los buenos días. Esa y una buena taza
de café como la que le gusta a mi chico.
Aquel viernes nos habíamos sentado a
hablar sobre el último prototipo que una conocida marca de teléfonos
estaba terminando y que iba a lanzar al mercado por el mes de abril, que
aunque era un secreto a voces, siempre hay quien ya alardea de haberlo
poco menos que tenido en sus manos. Somos seres muy tecnológicos, aunque
bueno, yo no tanto, no al menos, hasta que inventen un hombre capaz de
hacer lo que yo quiero, un vino capaz de evadirme del resto del mundo y
un sofá capaz de transportarme a esos lugares de los que una no quiere
moverse. Y sí, reconozco que me encanta el ciberespacio y bucear entre
palabras alfanuméricas digitales, entre fotografías graciosas y frases
filosóficas que intentamos aplicar como una nueva religión a seguir,
pero si le quitas eso a muchas personas, se quedan sin vida y eso,
desafortunadamente, pocos tienen.
Por muchos años que pasen, por muchos
avances que hagan, por muchos inventos que se lleven a cabo, insisto que
habrá una cosa que seguirá estando presente en la vida de todos y no es
ni más ni menos que la facilidad para poder esconder lo que somos y
sacar a relucir aquello que querríamos ser. Eso, y las infidelidades,
que por desgracia, (o por fortuna para los que los disfruten) son
muchas, y cada día aumentan.
Y es que lees las estadísticas y somos
un país donde cada vez hay más mujeres insatisfechas con sus parejas,
más hombres infieles, más relaciones rotas por la rutina y la
desesperanza de la pasión perdida… Surgen la poliamoría como medio para
contentar a todo el mundo, las web de intercambios de parejas para los
que se atreven a buscar terrenos desconocidos, cuartadas nuevas,
mentirosos nivel experto profesional y amateurs que se adentran en los
intercambios de links comprometidos con vídeos de su expareja. Como me
pasó a mí el otro día haciendo limpieza del ordenador. Porque el
portátil si algo tiene es que acumula todo lo que encuentro por el
camino.
Aunque los demás seguían hablando allí y
riendo sobre a saber Dios qué invención habrían descubierto para hablar
un viernes por la tarde, yo estaba recordando las locuras que cometen
algunos cuando no saben qué hacer por llamar la atención de una mujer (y
no lo digo que las mujeres no lo hagamos, pero todavía no he dado con
ninguna que lo haya hecho y no puedo contar la experiencia). Recuerdo
que estaba aquel día en mi cama y de repente en mi móvil entró un
mensaje y cuál fue mi sorpresa al abrirlo que encuentro a mi ex (por
aquel entonces no lo era) en ropa interior, con unos calconcillos
apretadísimos de “dustin” de estilo marinero, para que viera cómo
se le marcaban los abdominales (inexistentes, para qué nos vamos a
engañar) y su paquete, pequeño, pero apretado. La típica foto que
mandaría un adolescente de quince años sólo que de un tío de treinta y
dos. Y por si aquello aquella noche no había provocado en mí un huracán
interior digno de una masturbación a dos manos, a la noche siguiente me
mandó otra, esta vez, con otros calzoncillos diferentes de la marca “Springfield”
en negro, que le marcaban los michelines cosechados a base de menús
baratos con otras, eso sí, esta vez, marcando morritos en el espejo.
Toda una explosión orgásmica para cualquier mujer como yo, que ama las
delicatesen…
Al final seguro que se arrepintió de
mandármelas. O no, quien sabe, a lo mejor estaba orgulloso de que viera
en el espejo las preciosas cortinas rosas de flores que compró su mujer
para el dormitorio, o su pecho depilado, quién sabe. Ese es, otro
misterio por resolver.
Pero es que no hace demasiado tiempo,
otro me mandó una foto de lo más provocativa en la bañera, en la que sin
duda me fijé que no se había depilado las piernas, que la bañera era
blanca y que tenía jabones diminutos de esos que regalan en los hoteles.
¿En serio se piensan los hombres que la mayoría de las mujeres con esas
fotografías somos capaces de excitarnos? De la risa sí, pero si piensan
que vamos a llamar rogando para que vengan corriendo para quedar con
ellos, para que nos pongan sobre la cama a enseñarnos en primer plano lo
último que han aprendido de la GQ o de la peli porno de turno que le
han enviado sus amigos. Y de eso, como no podría ser de otra forma, se
entera una en las redes sociales, porque al fin y al cabo, sí que son la
versión moderna de “me lo ha dicho un pajarito”. Porque ahora
que me acuerdo, ahí es el mercado donde todos se venden de la mejor
forma posible, y si hablamos de palabras, hay algunos que deberían de
pagarle a precio de oro su piquito, porque en la vida real, hay algunos
que… Pues sí, ahora que lo pienso, ese mismo en el que estoy pensando
también me mando una foto al móvil, pero de su miembro, erecto, con
pelos y señales, nunca mejor dicho. No sé si soy yo, o son ellos que se
piensan que con eso las mujeres nos sentimos… No, en serio, ¿En qué
piensan cuando hacen eso? Cuando una dice que quiere recibir un mensaje
sorpresa, no se refiere precisamente a eso.
Ya lo he hablado con mi amiga en muchas
ocasiones y aunque nos reímos, porque dice que lo mío parecen guiones
escritos por el mismo Pedro Almodóvar, creo que este se quedaría corto,
porque hay hombres rarísimos por ahí sueltos, que por fortuna, ya están
pillados o medio pillados por otra. Ya lo leí una vez y al final, a
quien lo escribiera, voy a tener que darle toda la razón: “La mejor venganza para la que quiera quedarse con tu marido, es dejar que se lo lleve”. Espero que no se estén acordando de mí!
Los viernes son para reírse, con los
compañeros de trabajo, recordando historias o para ponerle un toque a la
vida para cuando se nos hace tan cuesta arriba o la realidad supera la
ficción. Por eso, en cuanto llegue a casa, me quito los tacones, me
suelto la melena, me voy directa a la cama y le doy un beso a mi chico
que me está esperando. Un beso de esos que tanto le gustan, cuando le
muerdo un poco el labio, cuando paso mi lengua por su boca y las dos van
encajando a la perfección para no dejar hueco, cuando siento su
respiración acelerada en mi cara, sus manos buscan mis botones para
desabrocharlos y deja caer sobre el suelo o sobre la silla la camisa.
Todavía no hay ningún invento tecnológico que lo iguale.
Aquella noche de cielo rojo y estrellas
parpadeantes, sólo se escuchaba el sonido del gemir saliendo por la
garganta, acercándose cautelosamente a su oído, para pedir, como era
costumbre los viernes después de la reunión, que la hiciera suya de
nuevo.
Y es que hay labios donde se hablan otras lenguas. A veces busco el porqué. Al final, él siempre me encuentra.
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