Es mi voz, esta voz que murmura:
Lo que quieras, lo que me pidas, lo haré, lo haré
Había tenido un día agotador. Nada me
apetecía más después de la maratoniana jornada que meterme en la ducha y
deleitarme un rato mientras pensaba en lo que me iba a deparar al día
siguiente.
Mientras llevaba al baño el albornoz y
las zapatillas de ducha, reparé unos segundos en comprobar el móvil.
Tenía unos cuantos e-mail en la bandeja de entrada parpadeantes,
impacientes por que los leyera, algún mensaje de una amiga y cómo no, el
suyo. Se había convertido prácticamente en un juego.
Un juego de los muchos de tantos, como
los que tienen algunas personas que me rodean, que aun viendo que se van
a quemar, por muchos títulos de bombero a tiempo parcial que tenga,
serán sus cenizas lo que le harán darse cuenta de que aunque intente
ocultar lo evidente, al final, el incendio va a terminar con lo que más
quiere. Lo malo es que cuando no se sabe lo que se quiere, no se sabe lo
que se pierde.
Hay llamas que se incendian por una
chispa. Otras por frotamiento. Otras porque había brasas que se han
reavivado. Unas cuantas que tras largos periodos abandonados, ante una
pequeña cerilla prenden. Unos pocos, quizás los más interesantes, los
que aun teniendo un poco de cenizas todavía candentes, propagan su llama
hacia otros montes lejanos. Lo malo de estos últimos es que una
manguera por todos esperada, lo apague de tal manera que se quede sin
mecha. Y cuando no hay nada que prender, ningún toque enciende.
Estaba pensando mientras me enjabonaba en
cómo habría ido su día. Seguramente se habría despertado a las nueve de
la mañana, ido al baño, mirándose en el espejo habría comprobado si
alguna cana se había sumado al conjunto. Posiblemente se habría
resignado y se habría dado cuenta del paso de la edad. A mí me gusta, le
hace muy interesante, a él no demasiado. Se habrá afeitado. Sabe que me
encanta tocarle y notar lo suave que está su piel cuando lo hace.
Después se habría preparado su desayuno
completo, con su zumo de naranja incluido, mirando el reloj de vez en
cuando mientras veía las noticias y comprobaba lo mal que anda el mundo.
Habría abierto el armario y elegido esa camisa tan elegante, los
pantalones de pinzas y esos mocasines que le dan ese aire intelectual
con el que me conquistó. De nuevo vuelta al espejo, a peinarse y a
echarse ese toque de perfume con una sonrisa. Seguramente porque sabe
que aunque le queda poca, me encanta. Es su olor. Es él.
La maleta y a la oficina a intentar
solucionar los problemas de los demás hasta la hora de comer. Algo
ligero que echarse a la boca, cambiarse de ropa y salir a correr, a
respirar, a dejar los problemas que nos intentan asfixiar, que nos
rodean en forma de personas, de pasado, de futura incertidumbre. No te
alcanzarán, ya lo sabes.
Me lie en mi albornoz y me dirigí al
portátil a leer esos correos. El pelo iba goteando poco a poco y esas
diminutas y juguetonas gotitas de agua resbalaban por mi cuerpo espalda
abajo, por los hombros, por la garganta. Despacio, para que nadie las
detenga. Leí detenidamente las palabras de quienes esperan que los demás
les digan lo que deberían hacer, aunque ya lo sepan.
Mantengo una relación muy íntima con mi
portátil, lo reconozco. Es al único que le puedo confesar mis secretos
más tórridos, con el cual expreso mis deseos más íntimos, con quien me
confieso cuando he pecado o al que le digo lo que quiero hacer la
próxima vez que te vea. Es el único que me comprende, el que me responde
en el acto, al que tengo siempre que quiero. Es mi sumiso más
complaciente. Es como muchos hombres que conozco. Sí, ellos creen tener
el poder ahí fuera, en la calle, pero en la cama son ellas quienes les
controlan, a cada paso que dan, sigilosas detrás de la puerta escuchan
con quien hablan, les miran intimidantes esperando una confesión que no
llega. Se visten de mentiras y engaños a fin de que no les alcancen.
Otros, al contrario, solo dominan en la cama, en el sofá, en el coche.
Miran y cortan la respiración. Tocan y producen escalofríos. Besan y
excitan por doquier. Muchos querrían hacerlo pero muy pocos lo
consiguen, ¿verdad?
Mientras contestaba al último correo que
me quedaba, entró uno. El corazón se aceleró. Mis ojos parpadearon. Mi
dedo corrió presto a por él. Ahí estaba, parpadeante, otra vez. Mi
querido Sr. Gray se había acordado de mí. Me había mandado un regalo.
Ojalá hubieras podido ver mi cara. Esa sonrisa que sabes que me sale
justo después. Esa que tanto conoces y que tantos suspiros provoca. Esa
que esconde un pequeño secreto. Ya sabes que lo que para nosotros es “lo
normal” para otros es todo una proeza terminar uno. Es que cuando
llegamos al cuarto…. Pero espera, ¿Te apuestas llegar al quinto?
Tumbada en la cama, con el portátil en
las rodillas miraba la pantalla. La de secretos que recorren extremos de
la ciudad y que mueren a golpe de ratón. La de hombres que se acuestan
con sus mujeres pensando en otras. La de mujeres que abrazadas a sus
hombres piensan que todo sigue igual. Parejas que se afanan sin éxito en
avivar unas llamas que se apagaron hace ya muchos años. Infieles que
guardan sus anillos en el bolsillo para tomarse una copa con la de la
barra de turno. Ninfómanas que aguardan cautelosas su próxima víctima.
Voyeurs que se esconden en cada esquina para deleitarse con los
inquietos cuerpos que buscan encontrarse de nuevo. Jovencitas que se
miran en el espejo posando con sus cámaras para poner a sus recientes
novios. Jovencitos que entre su pandilla alardean de lo que la chica ha
sido capaz de hacer. Esposas que desean complacer a sus maridos sin
éxito. Maridos que esconden a sus amantes sobre el cabecero de la cama.
Meretrices que fingen placer. Clientes que pagan por sexo. Solitarios
que encienden la pantalla para darse compañía y auto complacerse
tristemente.
Todos y cada uno de ellos se encontraban
quizás en ese momento representando el papel que les había tocado
representar. O el que ellos querían interpretar en ese momento.
El timbre. Es él. Ha venido. Entra por la
puerta vestido con esa chaqueta gris, con ese pelo tan bien peinado que
poco le va a durar, esa bufanda de cuadros que le da un aspecto de
chico bueno. Trae una botella de vino en la mano y una sonrisa en la
cara. ¿Te he dicho ya lo que me encanta que sonrías? ¿Que sea yo quien
te lo provoca?
Deja la botella en la cocina y me
acompaña al dormitorio. Cierra el portátil. Lo deja a un lado. Me tumba
sobre la cama. Empieza a deshacer con cuidado el nudo de mi albornoz. Sé
que quiere ver lo que hay debajo. El conjunto nuevo que compramos
aquella tarde de jueves, el que todavía no hemos estrenado.
Se acerca a mi cuello sigilosamente.
Empieza a besarme. Cierro los ojos. Me muerdo el labio. No. Esta vez no
quiero gritar, quiero contenerme. Mientras hueles mi pelo, mientras dejo
que veas un tirante del sujetador, mientras te agarro por la espalda,
mientras tus manos recorren mis piernas, quiero decirte al oído, muy
bajito, rozándote con la lengua “Si haces un trato con T, tarde o
temprano tendrás que pagarlo. Es la deuda que tienes conmigo. Y pienso
cobrarme hasta los intereses”.
Fuente: diariodelostaconesrojos
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