lunes, 3 de marzo de 2014

Relato erótico: El Sr. Gray y la Sra. T

Es mi voz, esta voz que murmura:
Lo que quieras, lo que me pidas, lo haré, lo haré
Había tenido un día agotador. Nada me apetecía más después de la maratoniana jornada que meterme en la ducha y deleitarme un rato mientras pensaba en lo que me iba a deparar al día siguiente.
 
 
Mientras llevaba al baño el albornoz y las zapatillas de ducha, reparé unos segundos en comprobar el móvil. Tenía unos cuantos e-mail en la bandeja de entrada parpadeantes, impacientes por que los leyera, algún mensaje de una amiga y cómo no, el suyo. Se había convertido prácticamente en un juego.

Un juego de los muchos de tantos, como los que tienen algunas personas que me rodean, que aun viendo que se van a quemar, por muchos títulos de bombero a tiempo parcial que tenga, serán sus cenizas lo que le harán darse cuenta de que aunque intente ocultar lo evidente, al final, el incendio va a terminar con lo que más quiere. Lo malo es que cuando no se sabe lo que se quiere, no se sabe lo que se pierde.

Hay llamas que se incendian por una chispa. Otras por frotamiento. Otras porque había brasas que se han reavivado. Unas cuantas que tras largos periodos abandonados, ante una pequeña cerilla prenden. Unos pocos, quizás los más interesantes, los que aun teniendo un poco de cenizas todavía candentes, propagan su llama hacia otros montes lejanos. Lo malo de estos últimos es que una manguera por todos esperada, lo apague de tal manera que se quede sin mecha. Y cuando no hay nada que prender, ningún toque enciende.

Estaba pensando mientras me enjabonaba en cómo habría ido su día. Seguramente se habría despertado a las nueve de la mañana, ido al baño, mirándose en el espejo habría comprobado si alguna cana se había sumado al conjunto. Posiblemente se habría resignado y se habría dado cuenta del paso de la edad. A mí me gusta, le hace muy interesante, a él no demasiado. Se habrá afeitado. Sabe que me encanta tocarle y notar lo suave que está su piel cuando lo hace.

Después se habría preparado su desayuno completo, con su zumo de naranja incluido, mirando el reloj de vez en cuando mientras veía las noticias y comprobaba lo mal que anda el mundo. Habría abierto el armario y elegido esa camisa tan elegante, los pantalones de pinzas y esos mocasines que le dan ese aire intelectual con el que me conquistó. De nuevo vuelta al espejo, a peinarse y a echarse ese toque de perfume con una sonrisa. Seguramente porque sabe que aunque le queda poca, me encanta. Es su olor. Es él.

La maleta y a la oficina a intentar solucionar los problemas de los demás hasta la hora de comer. Algo ligero que echarse a la boca, cambiarse de ropa y salir a correr, a respirar, a dejar los problemas que nos intentan asfixiar, que nos rodean en forma de personas, de pasado, de futura incertidumbre. No te alcanzarán, ya lo sabes.

Me lie en mi albornoz y me dirigí al portátil a leer esos correos. El pelo iba goteando poco a poco y esas diminutas y juguetonas gotitas de agua resbalaban por mi cuerpo espalda abajo, por los hombros, por la garganta. Despacio, para que nadie las detenga. Leí detenidamente las palabras de quienes esperan que los demás les digan lo que deberían hacer, aunque ya lo sepan.

Mantengo una relación muy íntima con mi portátil, lo reconozco. Es al único que le puedo confesar mis secretos más tórridos, con el cual expreso mis deseos más íntimos, con quien me confieso cuando he pecado o al que le digo lo que quiero hacer la próxima vez que te vea. Es el único que me comprende, el que me responde en el acto, al que tengo siempre que quiero. Es mi sumiso más complaciente. Es como muchos hombres que conozco. Sí, ellos creen tener el poder ahí fuera, en la calle, pero en la cama son ellas quienes les controlan, a cada paso que dan, sigilosas detrás de la puerta escuchan con quien hablan, les miran intimidantes esperando una confesión que no llega. Se visten de mentiras y engaños a fin de que no les alcancen. Otros, al contrario, solo dominan en la cama, en el sofá, en el coche. Miran y cortan la respiración. Tocan y producen escalofríos. Besan y excitan por doquier. Muchos querrían hacerlo pero muy pocos lo consiguen, ¿verdad?

Mientras contestaba al último correo que me quedaba, entró uno. El corazón se aceleró. Mis ojos parpadearon. Mi dedo corrió presto a por él. Ahí estaba, parpadeante, otra vez. Mi querido Sr. Gray se había acordado de mí. Me había mandado un regalo. Ojalá hubieras podido ver mi cara. Esa sonrisa que sabes que me sale justo después. Esa que tanto conoces y que tantos suspiros provoca. Esa que esconde un pequeño secreto. Ya sabes que lo que para nosotros es “lo normal” para otros es todo una proeza terminar uno. Es que cuando llegamos al cuarto…. Pero espera, ¿Te apuestas llegar al quinto?
Tumbada en la cama, con el portátil en las rodillas miraba la pantalla. La de secretos que recorren extremos de la ciudad y que mueren a golpe de ratón. La de hombres que se acuestan con sus mujeres pensando en otras. La de mujeres que abrazadas a sus hombres piensan que todo sigue igual. Parejas que se afanan sin éxito en avivar unas llamas que se apagaron hace ya muchos años. Infieles que guardan sus anillos en el bolsillo para tomarse una copa con la de la barra de turno. Ninfómanas que aguardan cautelosas su próxima víctima. Voyeurs que se esconden en cada esquina para deleitarse con los inquietos cuerpos que buscan encontrarse de nuevo. Jovencitas que se miran en el espejo posando con sus cámaras para poner a sus recientes novios. Jovencitos que entre su pandilla alardean de lo que la chica ha sido capaz de hacer. Esposas que desean complacer a sus maridos sin éxito. Maridos que esconden a sus amantes sobre el cabecero de la cama. Meretrices que fingen placer. Clientes que pagan por sexo. Solitarios que encienden la pantalla para darse compañía y auto complacerse tristemente.

Todos y cada uno de ellos se encontraban quizás en ese momento representando el papel que les había tocado representar. O el que ellos querían interpretar en ese momento.

El timbre. Es él. Ha venido. Entra por la puerta vestido con esa chaqueta gris, con ese pelo tan bien peinado que poco le va a durar, esa bufanda de cuadros que le da un aspecto de chico bueno. Trae una botella de vino en la mano y una sonrisa en la cara. ¿Te he dicho ya lo que me encanta que sonrías? ¿Que sea yo quien te lo provoca?

Deja la botella en la cocina y me acompaña al dormitorio. Cierra el portátil. Lo deja a un lado. Me tumba sobre la cama. Empieza a deshacer con cuidado el nudo de mi albornoz. Sé que quiere ver lo que hay debajo. El conjunto nuevo que compramos aquella tarde de jueves, el que todavía no hemos estrenado.

Se acerca a mi cuello sigilosamente. Empieza a besarme. Cierro los ojos. Me muerdo el labio. No. Esta vez no quiero gritar, quiero contenerme. Mientras hueles mi pelo, mientras dejo que veas un tirante del sujetador, mientras te agarro por la espalda,  mientras tus manos recorren mis piernas, quiero decirte al oído, muy bajito, rozándote con la lengua “Si haces un trato con T, tarde o temprano tendrás que pagarlo. Es la deuda que tienes conmigo. Y pienso cobrarme hasta los intereses”.

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